sábado, 27 de marzo de 2010

El grano que rebalsó el silo.

Hoy nos deleita, con este sublime relato, ni más ni menos que Martín Rodriguez Kedikian: compañero de facu, camarada de la ya desaparecida Tertulia Literaria y uno de los co-owners (en sus primeros días y cuando quiera volver) de Algo se nos va a ocurrir, blog hijo de aquellas reuniones durante las que tanto alcohol y letra impresa corrían. A disfrutar.



Todo esto pasó en una pequeña granja perdida en las planicies pampeanas. Hubo una vez donde la granja se dividió en dos por una pelea. De un lado el chancho, y por el otro la gallina. Con el cerdo estaba el Líder Cuy, que se creía líder porque ostentaba una corona en forma de llamarada color rojo, aunque se lideraba a sí mismo, porque era el único cuy ahí. El gallinero está vacío, el gallo lo abandonó desde su separación con la gallina y posterior enfrentamiento y declaración guérrea.

Del otro lado, todo tipo de aves de corral y alrededores apoyando la causa de la gallina (¿será porque comparten el género de la especie?). Naturalmente, la chancha estaba con ella.

Y todo ese malestar se había generado a partir del descubrimiento de aquella infidelidad. ¡Ay! Aquella infidelidad. Dicen que la mentira tiene patas cortas, pero qué fortuna la de la gallina. La mentira se desmoronó una vez que el gallo fue al mercado con el patrón y en la heladera vio unas croquetas de pollo rebozadas…¡con jamón! Una lágrima rebelde quiso zambullirse desde el ojo derecho del gallo, que la aguantó con hidalguía al ritmo de “Boys don’t cry” (¿justo esa canción tenía que sonar en la radio?).

En el viaje de vuelta a la granja el gallo no dijo una palabra. Normalmente era muy dicharachero, pero en este caso no podía siquiera intercambiar un comentario del clima con el patrón. Desde el almacén de ramos generales hasta la granja el viaje duró cinco veces lo normal en la percepción del engañado. Ante sus ojos pasaban argumentos, reproches, excusas, insultos y los cercos al costado del camino. Varias veces se encontró distraído mirando los alambrados de los campos, pero recordó que estaba enojado y volvió a concentrarse. ¿Qué le diría a la ingrata de su mujer, que no había respetado la santa institución del matrimonio gallináceo? Él quería montar una escena para que toda la granja se enterara de la clase de persona que era su esposa.

No sin preverlo, la gallina lo esperaba con un contra argumento: el pavo real que había nacido hacía un tiempo en la granja… ¡con cresta y barbillas! Así que cada uno por su parte se preparaba para un virulento altercado.

Ni bien llegados al predio, y sin ayudar al patrón a bajar las bolsas de la F100, fue el gallo embravecido y dando pasos lo más largo que le permitían sus escuálidas y cortas patas, y bufando para hacerse notar, la increpó:

-¿Cocorocómo me pudiste hacer esto? ¡Con el gordo ese, que encima es rosa!
-Cacaracallate y miralo a Raulito. Los pavos reales no tienen ni cresta ni barbillas. ¿No podías ser menos alevoso?
-¿Quequerequé tiene que ver Raulito?
-Quiriquiquiero el divorcio
-¿Cocorocómo? ¿Quequerequé decís? ¿Cocorocómo nos vamos a separar?
-¿Quequerequé querés que te diga? Después de todo esto ya no me podría sentir plena estando juntos. Vos me engañaste, yo te engañé… Seguir sería un quiquiriquilombo, viviríamos en un mar de cocoroconfusiones.
-¡Quequerequé nerviosa te ponés! Estás cacareando cocorocomo loca.
-¿Quequerequé te parece? Yo Quequerequería que lo charláramos tranquilos, pero se dio todo tan brusco y feo… Escuchame, firmame el divorcio, yo no te hago juicio –porque lo tuyo es más grave que lo mío, querido- y todos en paz. ¿Qué te parece?
-¿Cocorocómo vamos a hacer eso? ¿Y quiquiriquién va a continuar la especie? ¿Cocorocómo vamos a tener hijos? ¿No pensaste eso? ¡Vos y yo somos los únicos en esta granja que cocorocoincidimos genéticamente!
-¿Cómo sos, eh? Hay muchos gallos y gallinas más en el mundo para perpetrar la especie, por eso no te preocupes. Nosotros no resultamos, ni hicimos nada para que resulte. No lo niegues ahora. Además, podemos adoptar.
-No, no, pero, ¿cocorocómo vamos a hacer ahora?
-No sé, pero bien quequereque te las arreglaste cuando estábamos casados.
-¡No empipiripieces con eso otra vez!
-Bueno, pero pensalo, no tiene sentido seguir por inercia, porque los genes dicen que tenemos que estar juntos. No nos queremos como antes, e insisto, no hicimos nada para reflotar el matrimonio. Duele reconocerlo, sí, pero cualquier otra cosa sería ir en contra de nuestros sentimientos. La vida es una sola y más siendo animales, en cualquier momento podemos estar en una sopa o en una parrilla. Somos más que vulnerables. Entonces con más razón aprovechemos lo que nos queda.

El tiempo pasó, y la calma volvió a la granja. Pero es el día de hoy que el dueño del lugar se pregunta por qué en su gallinero dejaron de nacer pollitos y en su lugar aparecieron tortugas, un zorro rojo, un tucán y un alce.

martes, 16 de marzo de 2010

El examen

Una de las tres minas, que –en un viejo relato- habían huído de Ciudad Universitaria para tomar helados en Cabildo y Juramento, se encontraba sentada en un pupitre de un aula del Pabellón 1. Ella era la que, en aquella ocasión, había pedido un Frigor, ¿Se acuerdan? ¡Qué bueno! Ahora estaba mordiendo su lapicera y mirando, con los ojos en blanco, el parcial que había garabateado en su hoja. Silencio en el aula.
La hoja estaba encabezada de la siguiente manera:



Otra vez había escrito mal su nombre. Otra vez había olvidado el último número de su DNI. Pancracia se dijo ¡Calma! ¡Que el escalofrío no se apodere de mi aura en este momento tan áspero!. Leyó la primera pregunta:



Los nervios siempre la hacían escribir rápido, desprolijo. Mal. Tachones. Ok, la primera no la sé. Todavía quedan cuatro. Todos nos sentimos intimidados por la novedad de una pregunta de parcial recién escrita. Pancracia tiene razón: una segunda lectura nos da aire y nos pone los pies sobre la tierra. No es la muerte de nadie, no era tan difícil. Pero Pancracia, de todos modos, no la sabe.
Segunda pregunta:




Pancracia no sabe estudiar. Se aburre, se desconcentra… no encuentra el método. Es torpe para la rigidez; su imaginación ¡Oh, cínica! se le ramifica por dentro cuando menos le conviene. Ahora un revuelto de miedo e inquietud le sacude las piernas. Muerde la birome con fuerza y a su remera ahora la siente demasiado ceñida. Tercera pregunta:




¡Boluda! Sí, la mina se grita. ¡Si no fuera tan dejada, si todo dejara de empezar a importarme demasiado tarde! ¡Si dejara de divertirme la aventura kamikaze de acercarme a una consecuencia atinada como un blanco frente a mi nariz! A Pancracia, generalmente, le causa gracia tanto filosofeo rebuscado. Ahora recurre a él para beberlo y bajarlo como a un néctar que le haga olvidar, además del futuro bochazo, de la apuesta depravada que ahora le tendrá que pagar a José Tiburcio, su novio. Cuarta pregunta:




Por primera vez en la mañana se siente triste. El aula, la hoja muerta, las horas muertas, los minutos muertos que ahora la lastiman como gotitas de lluvia ácida. Todo le hace tragar saliva ahora. Garabatea al margen de la hoja:




Se sonríe, agridulce. Repasa esa misma mañana, se aferra a los primeros recuerdos del día, como quien sabe que es preferible la melancolía linda con su carácter lapidario de never again pinchándole los pulmones, que esperar el hachazo en el silencio de un cuarto mugriento. Esa mañana, Pancracia se miró recién vestida en el espejo; los jeans ajustados le quedaban bien, la remera la ceñía lo suficiente (no tanto como ahora, que la sofocaba) y, al imaginar las miradas que iba a atraer en la calle, sonrió al cristal y ese rostro cándido la alegró. Se vio linda. Linda en el espejo. Lindos caminares por Cabildo. Linda de pie en el colectivo. Linda subiendo las escaleras, linda caminando por el pasillo, entrando al aula; muy muy linda tirada en el pasto, después del parcial. Linda tomando sol. Yo no tenía que terminar así. Linda linda… tomando sol. No así, con esta sonrisa cínica, resignada, angustiada. Linda y amargada. Esas cosas pensó, como cada vez que se bajonea por alguna pelotudez (pero no es éste el caso). Ni terminó de leer la última pregunta:




En ese momento, abrió los ojos como platos:
-¡Sí, carajo!
-Silencio, señorita.
-Perdón, profesora. Es que ya sé como resolver este encrucijado examen.
-Bueno, resuélvalo. Pero en silencio.
Pancracia se paró y le sacó la lengua a todos sus compañeros. Bastante bien para tener veintidós años. Lógicamente, todos absortos en sus parciales: nadie la registró.
Ya que tenía la solución mágica, su ímpetu de desahuciado que zafa a último momento barrió con todo atisbo de amargura que la dotaba, por una vez, de cierta lucidez. Escribió, entregó la hoja y se fue silbando alto. Dio un portazo a propósito, para molestar.
Días más tarde, la profesora corregía el parcial de Pancracia y encontraba esta única respuesta:


domingo, 7 de marzo de 2010

Generación impúdica

Joven adulto entra en kiosko de la zona céntrica de Paysandú.

-Buenas tardes. Deme dos paquetes de figuritas de Los Simpson.

-¿No está medio grandulón para esas pelotudeces?

-No sea viejo camorrero y deme lo que le pedí, bo.

-Tá, pero déjeme advertirle que ese jogging le queda chico. Desde aquí puedo vislumbrar sus pantorrillas. Tiene puesto un par de soquetes Nike.

-Tá. Pero de los truchos. Los compré en La Salada. Del otro lado del charco.

-Ah, entonces, botija, permítame informarle acerca de mi obligación a impedirle la salida de este local sin soquetes originales. Y sin pantalones a medida, bo.

-Adelante, buen hombre. Infórmeme.

-No puedo dejarlo salir de este local sin soquetes originales. Y sin pantalones a medida, bo.

-¡Acabáramos! ¡Qué problema! ¡Me quema, bo!

-No se desanime. Providencial ha sido la vigente promoción de alfajores Punta Ballena.

-Cuénteme, bo.

-Tá: si compra dos Punta Ballena Zero, sabor a azúcar, puede canjear los envoltorios por el jogging oficial de Punta Ballena.

-¿De qué monto estamos hablando?

-De treinta y cinco centésimos.

-Transacción aprobada, bo.

El joven adulto degustó los sabrosos alfajores Punta Ballena y, una vez hubo deglutido los mismos, sacudió en su mano derecha (en la izquierda tenía el termo y el mate) ambos envoltorios, reclamando:

-¡Deme mi jogging!

-No me quedan más.

-¡Acabáramos! ¡Qué problema! ¡Me quema, bo!

-Bueno, en realidad, solo me queda el que llevo puesto. Se lo voy a dar.

El kioskero saltó el mostrador –no sin llenar, durante el procedimiento, el piso de chupetines y caramelitos- y se sacó los pantalones. Se los extendió al joven adulto. Éste se los puso encima de los que tenía puestos.

-Pronto. ¡Adiós, señor kioskero!

-Chau, bo.

Y así se quedo el kioskero, solo, en la puerta del negocio. Saludando con la mano al joven que ya se perdía en las tumultuosas calles céntricas de Paysandú. Sin pantalones. Esto mismo observó un agente de la Policía Municipal, quien cruzó la calle, corriendo, y metió al próspero comerciante, a golpes de termo, en el patrullero. Luego arrancó a sirenazo limpio y, derrapando, dobló en la primer esquina.

El joven adulto volvió al kiosko:

-Me olvidé las figuritas, bo.

Silencio.

Estiró el cuello sobre el mostrador y echó un vistazo. Nadie.

-¡Qué bueno, bo!- exclamó el joven adulto, al tiempo que aprovechaba la ausencia del kioskero (actualmente procesado por exhibicionismo y carencia de termo reglamentario) para manotear todos los paquetes de figuritas de Los Simpson que entraran en los bolsillos de su flamante jogging Punta Ballena y beberse, a una velocidad pasmosa, todas las petacas de licor que había en el negocio.

-¡Tá, bo!

La gente se reía.

martes, 2 de marzo de 2010

El crepúsculo de un ídolo

Tengo un compañero de trabajo (el inefable Acariciador de Panderetas) que, hace mucho tiempo, se hizo acreedor de un mérito que no pocos envidiamos. El muchacho en cuestión ha conseguido, ni mas ni menos, que la compañía de Goofy, la caricatura de Disney. Cuando en el Estudio nos enteramos, nos sentimos embargados por una ternura vertiginosa y le rogamos que nos dejara ver al personaje que tantas horas de siesta nos arrebató.
Acariciador de Panderetas no quería.
Nosotros insistíamos.
Acariciador de Panderetas no quería.
A.d.P. se mostró reticente a mostrar a su célebre adquisición, hasta el lunes pasado. Ese día, colmado por nuestra risueña insistencia, deslizó suavemente la bandeja del teclado hacia adelante... y lo vimos. Abajo de su escritorio y vistiendo su clásico bermuda rojo, sus tiradores y su gorrito semejante al extremo de un hueso, nos miró y exclamó:
-¡Hola amigos! ¡Chojojoy!
Con los ojos llenos de lágrimas de emoción ibamos a devolverle el saludo, cuando A.d.P. replicó duramente:
-¡Callate animal! ¡Callate! ¡Perro de mierda!
Empezó a darle patadas.
Grande fue nuestra consternación al observar tal comportamiento. Cerramos los ojos y le pedimos una explicación que nos satisfaga.
A.d.P nos explicó.

"Goofy es el depositario de todas las descargas que A.d.P. efectúa para expiar el stress que le causa un trabajo tan sacrificado como el que lo esposa al sistema cada día de su vida."*


*:A.d.P. hablaba de sí mismo en tercera persona, y se llamaba así.

Parece que solo trataba de encontrar una forma cómoda de canalizar su ira laboral cuando, por ejemplo, se le tildaba el LEX y tenía que pasar las novedades de los expedientes desde cero. Entonces, una puteada al estilo "¿De qué te reís, bicho de mierda?" y una andanada de golpes de pie y sabíamos que A.d.P. tuvo un problema con su PC. Nosotros hasta cierto punto lo comprendíamos y, si bien al principio nos chocaba escuchar lamentaciones del estilo "¡Ay! ¡Cuidado amiguito! ¡Chojojoy! ¡Ay! ¡Recórcholis!", nos fuimos acostumbrando y ya nos parece natural mecharle algo de morfina y algún que otro ansiolítico en el plato de Doguis que le damos todos los mediodías. Cuando le preguntábamos por qué aguantaba tal martirio, Goofy nos decía:
-¡Pues claro amiguitos! ¡A Goofy le gusta este trabajo! ¡Chojojoy! ¡Pues uno se acostumbra a los coscorrones! ¡Ni modo amiguitos que Mickey me hacía trabajar en negro y allí hacía escenas muy peligrosas con ese cascarrabias de Donald, que me iamaba Tribilín y decía que era el Pluto negro! ¡Híjole, chojojoy! ¡Desde que congelaron a al Don Walt hacen lo que les viene en gana! ¡Aquí Goofy es feliz!
Escucharlo tan conforme nos hacía sentír mejor... le rascábamos la espalda para que mueva la patita y seguíamos trabajando.
Salvo por el hecho de que es un poco racista, destacamos la gran educación de la mascota del Estudio: cuando va a hacer caca, busca una bolsita para juntar la caquita y tirarla en el tacho.
Motivo de controversias.