Resulta que había un cadete de La Continental que se la pasaba sonriendo. El encargado de la sucursal donde trabajaba (Callao y Sarmiento) lo odiaba por eso; por lo que perdió un buen par de años en tratar de borrar la sonrisa de su rostro. Pero era inútil, el pibe siempre tenía alguna razón para sonreir. Cuando el encargado llegó al borde del precipicio y alcanzó a distinguir la resignación en la que estaba a punto de caer, decidió que la única manera de borrar la sonrisa del muchacho para siempre era quizá un poco drástica, pero, en fin: matándolo. En ese plan se le fue otro buen par de años, pero un buen sábado de septiembre, terminó de redondearlo. Estaba extasiado: al fin iba a poder cumplir su sueño de hacer que el cadete deje de sonreir. Ese mediodía el flaco llegó de entregar una pizza y, acomodando la moto sobre el mostrador, le dijo al encargado:
-Hoy ha sido un gran día. Ese es un motivo más que suficiente para sonreir.
Y mostró una hilera de dientes amarillentos. Los clientes estaban extasiados: levantaban sus copas y le cantaban al muchacho "Uauauauauauauaaa". Era hora de poner en marcha el plan.
-¡Te voy a matar!
El encargado sacó un machete de abajo del mostrador y redujo al joven cadete a una masa de carne y huesos informe y sanguinolenta. Luego, y ante el lógico anonadamiento de los comensales, sacó un desodorante de su mochila y roció el masacote cadavérico hasta vaciar el envase. Por último, le arrojó un fósforo encendido. Algunos clientes ya dejaban de comer para dedicarse a observar tal espectáculo. Otros se paraban sobre las mesas y se limitaban a aplaudir. Cuando el cadáver destrozado llegó al punto álgido de ardor, el encargado se arrojó sobre él. Mientras las llamas lo carbonizaban, él se revolcaba sobre lo que quedaba del joven cadete y gritaba:
-¡Qué lindas sábanas! ¡Soy millonario!
La Policía Metropolitana caratuló la causa como robo calificado.