viernes, 26 de agosto de 2016

Ganglios repentinos

En la oficina tuvimos una compañera que era distinta a cualquier otro ser humano que hubiéramos conocido hasta entonces. De hecho, decir que el género humano es un corset con el que no lograba moverse con comodidad sería, como ya veremos, más acertado.
El primer rasgo extravagante que conocimos de este ser fue su nombre: sin miedo a la hilaridad que pudiera generar en un ambiente en el que -igual que al día de hoy- se respiraba testosterona bruta y densa, se hacía llamar... Hymen. Al respecto, debo jactarme, a riesgo de caer en la soberbia, de que nunca me atrapó el repertorio de chistes fáciles y ocurrencias verdes y constantes con el que los pajeros de mis compañeros intentaban, acaso sin saberlo, taparme el bosque y, lateralmente, integrar a Hymen a nuestra pérfida dinámica social.
Ella me cautivaba. Más bien, lo poquito que ese nombre tan extraño me dejaba ver de su portadora y la gran intriga que me embargaba, como si su fachada exterior fuera una puerta cerrada que me dejase a oscuras y su nombre, Hymen, el ojo de la cerradura que apenas dejaba pasar un fino haz de luz. Mientras mis compañeros reían y vociferaban a ciegas, yo me obsesionaba con encontrar la llave, Hymen, que obturase brevemente ese punto, Hymen, que horadaba la oscuridad, para que la puerta (Hymen) se abra y nos revele esa humilde pero prometedora verdad.
No hizo falta indagar mucho: una tarde, mientras me ayudaba a buscar unos recibos que no podía encontrar, observé horrorizado cómo Hymen metía su cabeza en su caja pectoral, como si fuera una tortuga. Casi en estado de shock, escuché cómo se reía, me pedía disculpas y me explicaba que le picaba la nuca y tenía las manos ocupadas en que los biblioratos del estante al pie del cual estaba acuclillada no se le vinieran encima. Que lo hizo porque conmigo se sentía cómoda, porque yo no la gastaba. Y perdón otra vez, decí algo, querés un vaso de agua, no te asustes, no pasa nada.
Esperó una media hora a que volviera en mí, tras lo cual me contó que es un Homohymenópterus, una suerte de híbrido compuesto en un 65% por el género humano y en el 35% restante por el Hartigia linearis, una subespecie de los Hymenópteros, una familia de insectos alados que abarca desde hormigas hasta abejorros. Que se llama Hymen porque le gusta más que Homo y que Óptero, aunque estos probablemente acarrearían menos bromas y cargadas. Le pregunté si tenía alas. Me dijo que sí, pero que trata de no usarlas por dos razones. La obvia: para no llamar la atención. La otra, porque para batirlas se requiere de una fuerza que tensa desde el árbol traqueal (no tiene pulmones) hasta el esfínter, por lo cual es habitual que se "cague" o tire abundantes "pedos" durante el despegue.
Chau misterio, la puerta se había abierto y la luz dejó mis córneas al rojo vivo. Pero, así como esa puerta se había abierto para mí, yo fui a su vez una suerte de portal que permitió a Hymen abrirse al resto de mis compañeros. Entonces, el nombre fue lo de menos y pudimos saber, por ejemplo, que este tipo de hibridación comienza cuando un insecto entra en el canal vaginal durante el coito y eyacula, estimulado por el "olor a pescado" (que, a su vez, es producido por una hibridación mínima, producto de la ingesta de merluza) y que se consuma cuando el hombre aporta su fluído seminal. Que esto es más habitual de lo que quieren que se sepa (el sujeto tácito es de Hymen) y que los bebés que nacen con estas malformaciones son ahogados en un balde o mutilados, por lo que no es habitual que crezcan con las hermosas y membranosas alas que Hymen escondía tras ese montgomery (que no se sacaba ni para bañarse). Que son ovíparos, pero no suelen heredar la prolificidad del insecto padre: ponen uno, dos o a lo sumo tres huevos. Que son invertebrados, que su piel tan dura es, en realidad, un exoesqueleto, nos explicaba Hymen mientras nos enseñaba sus articulaciones.
Y así, con su constitución biológica y un poco de carisma y amabilidad sincera, fue robándose toda la atención de la oficina y de los pisos contiguos. Yo mismo estaba viéndola como algo más que un insecto.
Pero la popularidad fue su huevo de la serpiente. Irma, la supervisora, nunca se fumó a Hymen y menos aún su creciente aceptación en el grupo humano. Una tarde, haciéndose la zonza y justificándose en una presunta "epidemia de mosquitos", vació un Baigón entero en la oficina en el horario en que solo Hymen permanecía trabajando (porque, de turra que era, la explotaba). Al irse, Irma cerró la oficina con llave y se fue silbando, buscándole un lindo estribillo a su maliciosa satisfacción.
A la mañana siguiente, encontramos a Hymen con las patitas para arriba. Nos costó mucho superar su pérdida, pero más trabajoso fue encontrar una escoba y una pala del tamaño adecuado para despedirla como se merecía. Así se iba Hymen, así se bajaba el telón de su vida. O la telita, mejor dicho, jajajajajajajjajajaj

Hedor en la casa de al lado

El mejor supervisor que tuvimos, opinión unánime, fue Coquito. Debo hacer esta aclaración de entrada para que el lector no se vea sorprendido por un extrañamiento –inevitable de todos modos- que termine por nublar su comprensión lectora: Coquito era un perro. Un labrador, para ser más preciso. Con el paraguas aún abierto, diré una obviedad: no es fácil llegar a supervisor y menos aún cuando no se es (biológicamente) humano. Podrán argüir que nada mejor que un perro si se busca un lacayo leal, servil, obsecuente y centinela de los intereses de un amo –aunque no tenga rostro, como ocurre con el nuestro-. Pero Coquito era mucho más que eso: era exigente pero flexible, divertido pero trabajador y responsable; tenía un alma lúdica pero era diligente y eficaz y, cuando el asunto era serio, en la oficina no volaba una mosca. Cuando lo escuchábamos gemir impaciente en su oficina sabíamos que andaba ansioso, de mal talante, que algo no había salido como quería. Entonces salía de su despacho ladrando, correteaba malhumorado entre los escritorios y ya sabíamos que uno de nosotros tendría que agarrar una bolsita, la correa y llevarlo a Plaza Roma a que se despeje, haga caca, olfatee un par de upites, en fin, menesteres que a cualquier perro le disipan las nubes grises de un mal día en el trabajo.
Hay que decir que Coquito creció muy rápido en la empresa: con un año recién cumplido, llegó para ocupar el puesto de cadete que Pipo, nuestra paloma mensajera, había dejado vacante (de manera trágica: un 132 convirtió a Pipo en una alfombrita de plumas que yació en el pavimento hasta que Coquito se la comió en su primer día de trabajo). Pero ese puesto nunca fue el adecuado para él, dado que se comía las galletitas que le mandábamos a comprar para la oficina, que las boletas y las cédulas terminaban hechas jirones porque no las quería soltar, que hacía enchastres cada vez que tenía que cambiar un bidón de agua... en definitiva, estaba para más. Por eso, cuando Irma se fue, Coquito fue número puesto para ocupar su lugar como supervisor. Y así llegó.
Es conveniente, para que el lector pueda figurarse la historia y su escenario como si estuviese ahí, mencionar que el curso de nuestro devenir estuvo siempre encauzado bajo un criterio ciertamente lógico, cuyo objetivo parecía ser el de evitar que nuestra realidad rebasara los límites del realismo mágico. Así, no es de extrañar la condición humana in absentia de Coquito: las directivas, lineamientos de trabajo, reprimendas, consultas, es decir, toda la comunicación con nosotros se daba a través de mails y whatsapps escritos con una formalidad y una prolijidad en la redacción dignos de su cargo. Cuando llegaba a la mañana, caminaba entre nosotros jadeando y moviendo la cola, a veces me saltaba y me manchaba la camisa con sus patas embarradas, nosotros le dábamos unas galletitas y se encerraba en su oficina. Entonces revisaba mi casilla y veía llegar su mail: “Buen día Jorge. ¿Ténes el presupuesto que encargamos a Tarco la semana pasada? Si no lo recibiste reclamalo, por favor. Muchas gracias.” Otras veces me hacía ir a su oficina a retirar un oficio, o un formulario o alguna carta y cuando entraba lo encontraba recostado, royendo y babeando con terquedad un lapicero o un patito de hule que le encantaba. Y arriba del escritorio, en una caligrafía pulcra, inexplicable, la carta que acababa de redactar. Y todo era así, casi todo su trabajo se desarrollaba entre bambalinas, fuera de nuestra vista. Delante nuestro era, para qué negarlo, un perro: comía Dog Chow en un pote de plástico rojo y tomaba agua en una vieja lata de dulce de batata, generalmente empapando todo el piso de la cocina. Después, mientras comíamos, venía y nos apoyaba el hocico mojado en el pantalón. Más de una vez lo sacábamos a patadas en el orto, o lo rajábamos a puteadas. Le decíamos "¡Juira, perro de mierda!” cuando se nos metía debajo del escritorio y nos apagaba la computadora, o cuando nos desparramaba los papeles tratando de alcanzar la pelotita anti stress. Tuvimos que sacar el alfombrado porque lo llenó de garrapatas. Él mismo lo ordenó por mail.
Pero fue su naturaleza canina lo que nos ganó el corazón. Sentíamos un gran respeto por Coquito jefe, pero también un enorme cariño por Coquito a secas, el Coquito con el que jugábamos, al que le acariciábamos su pelaje dorado, al que le acercábamos una perra en celo los viernes para irnos temprano. Él, intuyo, nos retribuía con el mismo afecto como personas y con una gran estima como empleados. Lo extrañamos.
Se jubiló a los 12 años y se fue al campo a correr la coneja. Hoy debe ser un perrito canoso viejo y chochón.