jueves, 17 de diciembre de 2015

Infecciones olorosas

Haber integrado el gabinete psicológico del Jardín de Infantes Pomponcitos me permitió trabajar con casos muy llamativos. Cuando me piden que hable de ellos, me acuerdo de Thiago Pombolini. Iba a salita púrpura, no tendría más de cuatro años.
-¿Y a qué más te gusta jugar? -le pregunté. Hasta ese momento me parecía un nene normal y casi decidí que mi visita al domicilio estaba concluída.
-¡Al avión! -me gritó en la cara y, como si recién se hubiera acordado, empezó a sacarse la ropa a tirones.
-Thiago, basta. -dijo la madre, con tono resignado.
Pero no sirvió de nada. El niño ya estaba desnudo y correteando por el pequeño departamento. Con los brazos extendidos como rígidas alas, corría en círculos y hacía ruidos con la boca.
-¡Thiago, en serio! ¿Querés que mamá te haga fumar?- intentó la madre. Como toda respuesta, Thiago agarró el bollo de ropa del piso y lo arrojó por el balcón. Después siguió jugando al avión.
La madre me miró como si intentara transmitirme su indignación.
-¡¡Thiago Bautista!! -gritó, pero no pudo evitar que el nene fuera más lejos aún:
-¡Pito duro! ¡Pito duro! ¡Pi-to-duro! ¡Pi-to-duro! -canturreó Thiago con elocuencia. Su pequeño miembro erecto se bamboleaba de lado a lado, mientras el avión seguía volando en círculos por el comedor. Cuando pasaba por mi lado lo sacudía desafiante, moviendo frenéticamente la pelvis.
-¡Te dije! ¡Ahora voy a buscar los cigarrillos! -dijo la madre antes de desaparecer tras la puerta del dormitorio.
Thiago, rápido de reflejos, aprovechó la ausencia de su mamá y mi falta de reacción -estaba estupefacto- para manotear las llaves de la mesa, irse del departamento y cerrar la puerta con llave. A través de la pared pude escuchar el ascensor subiendo, las puertas tijera abrirse, luego cerrarse y el ascensor bajando. Luego, un silencio solo surcado por los murmullos de Acoyte y Rivadavia, que llegaban desde balcón. A mi lado estaba parada la mamá de Thiago Bautista con el atado de Parisiennes en la mano.
-Seguro fue a buscar la ropa -dijo.

Sangre empalagosa

-Agarrámela con la mano.
Un instante eterno. Las risas de todos estallaron en mi estómago como un gong. Descolocado, me quedé mirando a mi ocurrente interlocutor. Su rostro enrojecido, su sonrisa apretadísima, el mentón contra el pecho... todo parecía luchar por contener semejante euforia, como si esta quisiera escaparse entre sus dientes, por los poros o por las orejas. Las facciones rugosas de su rostro temblaban. Encima no soltaba mi mano, lo que me hacía sentir más ridículo aún. Siempre fue difícil para mí llamarme Rómulo Romulano, pero nunca tanto como ese día. Mi mano libre buscaba a tientas la de mi mujer, pero un palmazo en el hombro que casi me tira hacia adelante me dio a entender que ella se había hecho eco del chiste. Estaba pensando en que nada podía ser peor cuando, entre el millar de risotadas, se escuchó un "¡Una vueltita!" y mi sonriente interlocutor, automáticamente, empezó a levantar la mano que le estreché y que todavía tenía aprisionada. Un cóctel de estupor y diplomacia me embriagaron y me vi, pasivo, sometido a la vuelta como una púber en un asalto. La maniobra me permitió apreciar la escena surrealista que componían los palcos, las bancas, las carcajadas que de allí bajaban, que ya se fundían un estertor uniforme. Ensordecedor. Alguien hasta hizo sonar un güiro y le dio a mi vuelta un involuntario ritmo tropical. Todo era una joda.
Toda la Cámara de Diputados era una joda.
La vueltita terminó. El ex presidente, finalmente, me soltó la mano y se aclaró la garganta. Las risas se apagaron, no así el clima de jolgorio. Yo miraba en silencio las bermudas del ex presidente. Ni me llamaban la atención. En realidad, tenía la cabeza gacha.
Estaba abatido.
-Bueno, basta de boludeces -dijo el mandatario saliente.-Vamos, que el presi quiere joda.
Lo último que quería era joda. Ansiaba irme a mi casa, supervisar la mudanza, hacerme el ofendido con mi mujer y con los periodistas. Claro, a nadie le importó: mis cavilaciones se ahogaron bajo el ritmo monótono que manaba de los bafles del recinto. Empezaba a sonar esa horrible música con la que el Congreso abría cada sesión legislativa. El cantante que le gusta a mi hija, ese Nene Malo.