jueves, 24 de noviembre de 2016

Piropos en el velatorio

"Subió a un taxi, pidió ir hasta Paraguay y Billinghurst y permaneció en silencio durante todo el trayecto. La cólera lo desbordaba. Sin embargo, más allá de un mandibuleo delator, no había nada en ese rostro adusto que hubiera llamado la atención del taxista: a cara lavada, Albert -como lo llamaban en la intimidad- era un pasajero más. Veinte minutos después llegó al edificio Mena II, atravesó el hall del segundo piso, dejó a Norma, la recepcionista, con el saludo en el aire y se metió en el despacho de Ares. Allí, sin mayores preámbulos, le asestó a su mánager una paliza tal que terminó internado en terapia intensiva en el Hospital Italiano. Cuando llegó la policía, Albert, hecho una fiera, estaba destrozando la oficina. Su ensañamiento con los escritorios de vidrio le había dejado astillas y cortes profundos en los nudillos y en la frente, pero estaba tan duro que no sentía nada. En el colmo del paroxismo, el derrotero de maltrato y agresiones que signó su paso por Canal 13 y que constituyó un verdadero mundo de pesadilla para actores, productores, técnicos, maquilladores y un largo etcétera -en definitiva, para todos los que trabajaban con él- alcanzaba un trágico clímax.
Hay un consenso algo culposo al interior de su círculo íntimo: Ares quizás haya sido un mártir necesario, una suerte de 'tapón' destinado a obturar las violentas manifestaciones de un temperamento cuya onda expansiva podía llegar (para sus allegados, de hecho, era inminente) nada más ni nada menos que a su público infantil."

(Extraído de Chu-chu-uá: Identikit de un demonio maquillado. Alfaguara, Madrid, 2014)

De la cuna a la morgue

Hundía la uña crecida del meñique en la bolsa que tenía en el cenicero y se daba un saque atrás del otro, casi formalizando una unidad de tiempo que sería para el segundo lo que la milla para el kilómetro.
-Dale, tomá maricón. ¡Tomá! -me insistía, como insisten los merqueros cuando están duros y quieren que estés duro como ellos. Yo rechazaba el tirito y se lo tomaba él. Así, dos o tres veces. Estaba pasadísimo de rosca: venía de gira desde el jueves (“Recién salgo del after, mono” me contó ni bien subí a su Peugeot 504 con llamaradas ploteadas en los laterales) y estaba llegando tarde a un evento benéfico en Luján. Veníamos a 140 por Acceso Oeste y su forma temeraria de manejar estaba empezando a ponerme nervioso, de modo que le pedí que bajara un cambio.
-Tenés razón, -concedió- abrí la guantera. Agarrá esa latita roja. Esa. Con esto bajamos diez cambios mono, sabelo”.
Antes de abrirla sabía que habría una tuca adentro.
-Mandale cumbia.-pidió.
Decliné. Ya era un acto reflejo.
-¡Dale careta, prendelo! -empezó otra vez- ¡Dale mecha, mono! ¡Dale foca, dale!
Me pasó el pucho que estaba fumando para que prenda la tuca.
-Prendelo porque me llevo puesta la barrera del peaje. Te lo juro, te la pongo de sombrero. -a lo lejos asomaba la hilera de cabinas del peaje de Ituzaingó.
“Voy a darle una seca para que me deje de romper las pelotas” pensé y le di confiado.
Fue una trompada en la mandíbula. Me hundí en el asiento y los ojos se me desorbitaron casi inmediatamente.
-Tás en Júpiter, amigo ¡Jaja! Son flores, jaja, no te dije nada. Altas flores son. -se echó a reír mientras un caño de PVC (la dichosa barrera) golpeaba el capot y de deslizaba con un sonido seco y cortante por el parabrisas y el techo del auto. Apenas había rebajado a cuarta para pasarlo.
Después de eso, retengo recuerdos fragmentarios y confusos. Más que nada era verlo de reojo cómo se prendía a la tuca y hablaba pavadas, visiblemente más calmado.
En el primer semáforo, tras ingresar a Lujan, aprovechó para ponerse la musculosa –había hecho todo el viaje en cueros-. Yo estaba recobrando la conciencia.
Estacionó frente a la Municipalidad. Cuando bajamos lo vi abrir la puerta trasera del auto y hablar.
-A ver princesa, arriba que llegamos. -decía- ¡Dale borracha!
Evidentemente, viajamos con una mujer y nunca me había enterado.
-Dale zorrita de mi vida, vamos que hoy hacés de primera dama. ¡Eu! ¡Dale fisura, eu! -decía y la cacheteaba despacito para que se despabile. Del fondo del asiento salió una mano femenina que se hundió en su cara y la apartó.
En ese momento, la mujer se irguió y se desperezó aparatosamente. Estaba despeinada, tenía una expresión entre embotada y fastidiosa, el maquillaje todo corrido, vestía lentejuelas y aún parecía ebria. Pero la reconocí inmediatamente: era Angie Cepeda, su pareja de aquel entonces.