-Agarrámela con la mano.
Un instante eterno. Las risas de todos estallaron en mi estómago como un gong. Descolocado, me quedé mirando a mi ocurrente interlocutor. Su rostro enrojecido, su sonrisa apretadísima, el mentón contra el pecho... todo parecía luchar por contener semejante euforia, como si esta quisiera escaparse entre sus dientes, por los poros o por las orejas. Las facciones rugosas de su rostro temblaban. Encima no soltaba mi mano, lo que me hacía sentir más ridículo aún. Siempre fue difícil para mí llamarme Rómulo Romulano, pero nunca tanto como ese día. Mi mano libre buscaba a tientas la de mi mujer, pero un palmazo en el hombro que casi me tira hacia adelante me dio a entender que ella se había hecho eco del chiste. Estaba pensando en que nada podía ser peor cuando, entre el millar de risotadas, se escuchó un "¡Una vueltita!" y mi sonriente interlocutor, automáticamente, empezó a levantar la mano que le estreché y que todavía tenía aprisionada. Un cóctel de estupor y diplomacia me embriagaron y me vi, pasivo, sometido a la vuelta como una púber en un asalto. La maniobra me permitió apreciar la escena surrealista que componían los palcos, las bancas, las carcajadas que de allí bajaban, que ya se fundían un estertor uniforme. Ensordecedor. Alguien hasta hizo sonar un güiro y le dio a mi vuelta un involuntario ritmo tropical. Todo era una joda.
Toda la Cámara de Diputados era una joda.
La vueltita terminó. El ex presidente, finalmente, me soltó la mano y se aclaró la garganta. Las risas se apagaron, no así el clima de jolgorio. Yo miraba en silencio las bermudas del ex presidente. Ni me llamaban la atención. En realidad, tenía la cabeza gacha.
Estaba abatido.
-Bueno, basta de boludeces -dijo el mandatario saliente.-Vamos, que el presi quiere joda.
Lo último que quería era joda. Ansiaba irme a mi casa, supervisar la mudanza, hacerme el ofendido con mi mujer y con los periodistas. Claro, a nadie le importó: mis cavilaciones se ahogaron bajo el ritmo monótono que manaba de los bafles del recinto. Empezaba a sonar esa horrible música con la que el Congreso abría cada sesión legislativa. El cantante que le gusta a mi hija, ese Nene Malo.
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