jueves, 24 de noviembre de 2016

De la cuna a la morgue

Hundía la uña crecida del meñique en la bolsa que tenía en el cenicero y se daba un saque atrás del otro, casi formalizando una unidad de tiempo que sería para el segundo lo que la milla para el kilómetro.
-Dale, tomá maricón. ¡Tomá! -me insistía, como insisten los merqueros cuando están duros y quieren que estés duro como ellos. Yo rechazaba el tirito y se lo tomaba él. Así, dos o tres veces. Estaba pasadísimo de rosca: venía de gira desde el jueves (“Recién salgo del after, mono” me contó ni bien subí a su Peugeot 504 con llamaradas ploteadas en los laterales) y estaba llegando tarde a un evento benéfico en Luján. Veníamos a 140 por Acceso Oeste y su forma temeraria de manejar estaba empezando a ponerme nervioso, de modo que le pedí que bajara un cambio.
-Tenés razón, -concedió- abrí la guantera. Agarrá esa latita roja. Esa. Con esto bajamos diez cambios mono, sabelo”.
Antes de abrirla sabía que habría una tuca adentro.
-Mandale cumbia.-pidió.
Decliné. Ya era un acto reflejo.
-¡Dale careta, prendelo! -empezó otra vez- ¡Dale mecha, mono! ¡Dale foca, dale!
Me pasó el pucho que estaba fumando para que prenda la tuca.
-Prendelo porque me llevo puesta la barrera del peaje. Te lo juro, te la pongo de sombrero. -a lo lejos asomaba la hilera de cabinas del peaje de Ituzaingó.
“Voy a darle una seca para que me deje de romper las pelotas” pensé y le di confiado.
Fue una trompada en la mandíbula. Me hundí en el asiento y los ojos se me desorbitaron casi inmediatamente.
-Tás en Júpiter, amigo ¡Jaja! Son flores, jaja, no te dije nada. Altas flores son. -se echó a reír mientras un caño de PVC (la dichosa barrera) golpeaba el capot y de deslizaba con un sonido seco y cortante por el parabrisas y el techo del auto. Apenas había rebajado a cuarta para pasarlo.
Después de eso, retengo recuerdos fragmentarios y confusos. Más que nada era verlo de reojo cómo se prendía a la tuca y hablaba pavadas, visiblemente más calmado.
En el primer semáforo, tras ingresar a Lujan, aprovechó para ponerse la musculosa –había hecho todo el viaje en cueros-. Yo estaba recobrando la conciencia.
Estacionó frente a la Municipalidad. Cuando bajamos lo vi abrir la puerta trasera del auto y hablar.
-A ver princesa, arriba que llegamos. -decía- ¡Dale borracha!
Evidentemente, viajamos con una mujer y nunca me había enterado.
-Dale zorrita de mi vida, vamos que hoy hacés de primera dama. ¡Eu! ¡Dale fisura, eu! -decía y la cacheteaba despacito para que se despabile. Del fondo del asiento salió una mano femenina que se hundió en su cara y la apartó.
En ese momento, la mujer se irguió y se desperezó aparatosamente. Estaba despeinada, tenía una expresión entre embotada y fastidiosa, el maquillaje todo corrido, vestía lentejuelas y aún parecía ebria. Pero la reconocí inmediatamente: era Angie Cepeda, su pareja de aquel entonces.

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