miércoles, 23 de febrero de 2011

Dejame de romper las bolas con Messi, la puta que te parió

El día anterior, había comprobado que la distancia que separa a la boca de subte del Parque Chacabuco era suficiente si la caminaba, tan solo, sin apuro; por lo que subió los últimos escalones hurgándose los bolsillos -el derecho primero, casi por reflejo; el izquierdo después, casi con fastidio-, dio con el encendedor y, ya sobre el semáforo de la esquina, encendió el pucho que antes se humedecía en sus manos -que siempre transpiraban- y luego en su boca apretada. El paso del amarillo al rojo y la primera bocanada coincidieron sin demasiadas ganas y el muchacho cruzó la avenida con la misma actitud. A Diego lo llamaron por tercera vez el jueves, unas dos horas después de volver de entrevistarse con ellos mismos. Diego esperaba que la tercera fuera la vencida.
Al bazar lo sucedió una vieja casa tapiada. A esta, un supermercado chino. A este, un ciber. Pensaba que se sentía como maleta de loco y le molestaba. No le gustaban las entrevistas. Cada vez, se sentía como un ladrón de gallinas en el banquillo. También le molestaba tener que ir a entrevistas sucesivas, como si pasara pantallas con el Mario Bros. Por esos días, le gustaba contar que, cada vez que se dirigía a una segunda entrevista, se sentía dentro de una pantalla de Sega y manejado, joystick mediante, por sus potenciales jefes.
Esta era la tercera.
Al pasar por un edificio en construcción, aceleró el paso para que el polvillo no le ensuciara la camisa, que ya tenía arremangada, y casi se topó con un rectángulo ploteado en un celeste otrora estridente, ahora sucio y gastado, plagado de los mismos helados de siempre y precios sucesivamente remarcados con cachos de papel, fibrón y cinta scotch. Entró al kiosco fumando y pidió Halls de eucaliptus. A Diego le molestaba considerar apagar el pucho antes y clavarse dos pastillas de menta a la vez para que alguien que todavía no le daba de comer no le sintiera baranda a pucho, pero le dio a su medio cigarrillo una última y profunda pitada y trató de embocarlo en una boca de tormenta.
Llegó a Curapaligüe y con una persistente mirada al piso dobló por tercera vez a la derecha, ninguneando por tercera vez al Parque, que había llegado a ponérsele -por tercera vez- a una veintena de metros de tránsito fluído. Hizo media cuadra, se extrañó de que siguiera pasándose de largo, volvió algunos pasos y dio con la puerta. Entre esta y Diego se interponía, absurdamente, un excremento, presuntamente canino. Vistosamente blando y brillante.
Cierre relámpago, baño polaco, cierre relámpago.
Timbre.
La puerta se abrió y apareció la recepcionista, la misma de las dos veces anteriores. La de pelo castaño claro -esta vez, recogido con un lápiz-, ojos marrones pequeños, labios pequeños aún para su contextura, también acotada; la de los veintitrés años y los ochentaycinco-sesenta-noventa que Diego calculó, a ojo, la segunda vez que la vio. Se saludaron con un arqueo de cejas, un hola, venís a la entrevista, un hola, sí, miradas simultáneas al sorete que los separaba y risita elocuente. El joven dio un paso largo que sobrevoló las heces, lo depositó bajo el marco de la puerta y lo dejó muy muy cerca de la empleada, a quien saludó, para romper el hielo, posándole la mano izquierda en la cintura y dándole un beso parsimonioso que llegó a tocarle la comisura derecha de los labios. A ella le salió una sonrisa que él no vio y lo dejó pasar sin evitar que le rozara los pechos con el suyo. Dentro del hall sonó un tomá asiento que ahora le aviso, para que uno se siente en uno de los sillones y la otra detrás del mostrador de recepción. Pasaron treinta y seis minutos, que a Diego le alcanzaron para asegurarse un turnito en el telo de a la vuelta después de las 18hs., cuando un gigantón en musculosa se le puso enfrente, le dio una palmada en el hombro, lo tomó del cuello y lo llevó por un pasillo, al tiempo que le explicaba la diferencia entre sueldo bruto y sueldo, bruto. La recepcionista aprovechó que su horario de almuerzo empezaba para ir al baño a ponerse Espadol.

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