En la oficina tuvimos una compañera que era distinta a cualquier otro ser humano que hubiéramos conocido hasta entonces. De hecho, decir que el género humano es un corset con el que no lograba moverse con comodidad sería, como ya veremos, más acertado.
El primer rasgo extravagante que conocimos de este ser fue su nombre: sin miedo a la hilaridad que pudiera generar en un ambiente en el que -igual que al día de hoy- se respiraba testosterona bruta y densa, se hacía llamar... Hymen. Al respecto, debo jactarme, a riesgo de caer en la soberbia, de que nunca me atrapó el repertorio de chistes fáciles y ocurrencias verdes y constantes con el que los pajeros de mis compañeros intentaban, acaso sin saberlo, taparme el bosque y, lateralmente, integrar a Hymen a nuestra pérfida dinámica social.
Ella me cautivaba. Más bien, lo poquito que ese nombre tan extraño me dejaba ver de su portadora y la gran intriga que me embargaba, como si su fachada exterior fuera una puerta cerrada que me dejase a oscuras y su nombre, Hymen, el ojo de la cerradura que apenas dejaba pasar un fino haz de luz. Mientras mis compañeros reían y vociferaban a ciegas, yo me obsesionaba con encontrar la llave, Hymen, que obturase brevemente ese punto, Hymen, que horadaba la oscuridad, para que la puerta (Hymen) se abra y nos revele esa humilde pero prometedora verdad.
No hizo falta indagar mucho: una tarde, mientras me ayudaba a buscar unos recibos que no podía encontrar, observé horrorizado cómo Hymen metía su cabeza en su caja pectoral, como si fuera una tortuga. Casi en estado de shock, escuché cómo se reía, me pedía disculpas y me explicaba que le picaba la nuca y tenía las manos ocupadas en que los biblioratos del estante al pie del cual estaba acuclillada no se le vinieran encima. Que lo hizo porque conmigo se sentía cómoda, porque yo no la gastaba. Y perdón otra vez, decí algo, querés un vaso de agua, no te asustes, no pasa nada.
Esperó una media hora a que volviera en mí, tras lo cual me contó que es un Homohymenópterus, una suerte de híbrido compuesto en un 65% por el género humano y en el 35% restante por el Hartigia linearis, una subespecie de los Hymenópteros, una familia de insectos alados que abarca desde hormigas hasta abejorros. Que se llama Hymen porque le gusta más que Homo y que Óptero, aunque estos probablemente acarrearían menos bromas y cargadas. Le pregunté si tenía alas. Me dijo que sí, pero que trata de no usarlas por dos razones. La obvia: para no llamar la atención. La otra, porque para batirlas se requiere de una fuerza que tensa desde el árbol traqueal (no tiene pulmones) hasta el esfínter, por lo cual es habitual que se "cague" o tire abundantes "pedos" durante el despegue.
Chau misterio, la puerta se había abierto y la luz dejó mis córneas al rojo vivo. Pero, así como esa puerta se había abierto para mí, yo fui a su vez una suerte de portal que permitió a Hymen abrirse al resto de mis compañeros. Entonces, el nombre fue lo de menos y pudimos saber, por ejemplo, que este tipo de hibridación comienza cuando un insecto entra en el canal vaginal durante el coito y eyacula, estimulado por el "olor a pescado" (que, a su vez, es producido por una hibridación mínima, producto de la ingesta de merluza) y que se consuma cuando el hombre aporta su fluído seminal. Que esto es más habitual de lo que quieren que se sepa (el sujeto tácito es de Hymen) y que los bebés que nacen con estas malformaciones son ahogados en un balde o mutilados, por lo que no es habitual que crezcan con las hermosas y membranosas alas que Hymen escondía tras ese montgomery (que no se sacaba ni para bañarse). Que son ovíparos, pero no suelen heredar la prolificidad del insecto padre: ponen uno, dos o a lo sumo tres huevos. Que son invertebrados, que su piel tan dura es, en realidad, un exoesqueleto, nos explicaba Hymen mientras nos enseñaba sus articulaciones.
Y así, con su constitución biológica y un poco de carisma y amabilidad sincera, fue robándose toda la atención de la oficina y de los pisos contiguos. Yo mismo estaba viéndola como algo más que un insecto.
Pero la popularidad fue su huevo de la serpiente. Irma, la supervisora, nunca se fumó a Hymen y menos aún su creciente aceptación en el grupo humano. Una tarde, haciéndose la zonza y justificándose en una presunta "epidemia de mosquitos", vació un Baigón entero en la oficina en el horario en que solo Hymen permanecía trabajando (porque, de turra que era, la explotaba). Al irse, Irma cerró la oficina con llave y se fue silbando, buscándole un lindo estribillo a su maliciosa satisfacción.
A la mañana siguiente, encontramos a Hymen con las patitas para arriba. Nos costó mucho superar su pérdida, pero más trabajoso fue encontrar una escoba y una pala del tamaño adecuado para despedirla como se merecía. Así se iba Hymen, así se bajaba el telón de su vida. O la telita, mejor dicho, jajajajajajajjajajaj
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