viernes, 26 de agosto de 2016

Hedor en la casa de al lado

El mejor supervisor que tuvimos, opinión unánime, fue Coquito. Debo hacer esta aclaración de entrada para que el lector no se vea sorprendido por un extrañamiento –inevitable de todos modos- que termine por nublar su comprensión lectora: Coquito era un perro. Un labrador, para ser más preciso. Con el paraguas aún abierto, diré una obviedad: no es fácil llegar a supervisor y menos aún cuando no se es (biológicamente) humano. Podrán argüir que nada mejor que un perro si se busca un lacayo leal, servil, obsecuente y centinela de los intereses de un amo –aunque no tenga rostro, como ocurre con el nuestro-. Pero Coquito era mucho más que eso: era exigente pero flexible, divertido pero trabajador y responsable; tenía un alma lúdica pero era diligente y eficaz y, cuando el asunto era serio, en la oficina no volaba una mosca. Cuando lo escuchábamos gemir impaciente en su oficina sabíamos que andaba ansioso, de mal talante, que algo no había salido como quería. Entonces salía de su despacho ladrando, correteaba malhumorado entre los escritorios y ya sabíamos que uno de nosotros tendría que agarrar una bolsita, la correa y llevarlo a Plaza Roma a que se despeje, haga caca, olfatee un par de upites, en fin, menesteres que a cualquier perro le disipan las nubes grises de un mal día en el trabajo.
Hay que decir que Coquito creció muy rápido en la empresa: con un año recién cumplido, llegó para ocupar el puesto de cadete que Pipo, nuestra paloma mensajera, había dejado vacante (de manera trágica: un 132 convirtió a Pipo en una alfombrita de plumas que yació en el pavimento hasta que Coquito se la comió en su primer día de trabajo). Pero ese puesto nunca fue el adecuado para él, dado que se comía las galletitas que le mandábamos a comprar para la oficina, que las boletas y las cédulas terminaban hechas jirones porque no las quería soltar, que hacía enchastres cada vez que tenía que cambiar un bidón de agua... en definitiva, estaba para más. Por eso, cuando Irma se fue, Coquito fue número puesto para ocupar su lugar como supervisor. Y así llegó.
Es conveniente, para que el lector pueda figurarse la historia y su escenario como si estuviese ahí, mencionar que el curso de nuestro devenir estuvo siempre encauzado bajo un criterio ciertamente lógico, cuyo objetivo parecía ser el de evitar que nuestra realidad rebasara los límites del realismo mágico. Así, no es de extrañar la condición humana in absentia de Coquito: las directivas, lineamientos de trabajo, reprimendas, consultas, es decir, toda la comunicación con nosotros se daba a través de mails y whatsapps escritos con una formalidad y una prolijidad en la redacción dignos de su cargo. Cuando llegaba a la mañana, caminaba entre nosotros jadeando y moviendo la cola, a veces me saltaba y me manchaba la camisa con sus patas embarradas, nosotros le dábamos unas galletitas y se encerraba en su oficina. Entonces revisaba mi casilla y veía llegar su mail: “Buen día Jorge. ¿Ténes el presupuesto que encargamos a Tarco la semana pasada? Si no lo recibiste reclamalo, por favor. Muchas gracias.” Otras veces me hacía ir a su oficina a retirar un oficio, o un formulario o alguna carta y cuando entraba lo encontraba recostado, royendo y babeando con terquedad un lapicero o un patito de hule que le encantaba. Y arriba del escritorio, en una caligrafía pulcra, inexplicable, la carta que acababa de redactar. Y todo era así, casi todo su trabajo se desarrollaba entre bambalinas, fuera de nuestra vista. Delante nuestro era, para qué negarlo, un perro: comía Dog Chow en un pote de plástico rojo y tomaba agua en una vieja lata de dulce de batata, generalmente empapando todo el piso de la cocina. Después, mientras comíamos, venía y nos apoyaba el hocico mojado en el pantalón. Más de una vez lo sacábamos a patadas en el orto, o lo rajábamos a puteadas. Le decíamos "¡Juira, perro de mierda!” cuando se nos metía debajo del escritorio y nos apagaba la computadora, o cuando nos desparramaba los papeles tratando de alcanzar la pelotita anti stress. Tuvimos que sacar el alfombrado porque lo llenó de garrapatas. Él mismo lo ordenó por mail.
Pero fue su naturaleza canina lo que nos ganó el corazón. Sentíamos un gran respeto por Coquito jefe, pero también un enorme cariño por Coquito a secas, el Coquito con el que jugábamos, al que le acariciábamos su pelaje dorado, al que le acercábamos una perra en celo los viernes para irnos temprano. Él, intuyo, nos retribuía con el mismo afecto como personas y con una gran estima como empleados. Lo extrañamos.
Se jubiló a los 12 años y se fue al campo a correr la coneja. Hoy debe ser un perrito canoso viejo y chochón.

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